¿Unos centenares de hombres y unas docenas de caballos lograron tamaña victoria? Oh, no: como en la Ilíada, todas las fuerzas del cielo y de la tierra tomaban parte en el conflicto.
Alfonso Reyes
La “conquista” de México —y la de toda América— es un problema teológico. Se le puede dar muchas vueltas y discutir por siglos. El hecho de que los habitantes de un continente cruzaran el Atlántico y encontraran a otros habitantes que no conocían el hierro, la pólvora y el caballo fue casi una broma de un Dios que había dividido el mundo en dos: los have y los have not de tecnología militar. El hierro, la pólvora y el caballo fueron causa de su fatalidad. Puede parecer exagerado este postulado. No lo es. Los dibujos que reunió el padre Sahagún, en el libro XII de su Historia, lo corroboran. La destrucción de la Uey Tenochtitlan se consumó bombardeando la ciudad desde bergantines armados de cañones y arcabuces, para luego aplanar los canales con los desechos de las casas devastadas.
Entonces podían correr a placer los caballos y sus caballeros equipados de lanzas y espadas, una infantería dotada de ballestas y voraces mastines, junto con miles de aliados indígenas que conocían la ciudad y al enemigo, hasta deshacer a los ejércitos de la Confederación Azteca, o lo que quedaba de ella, después de la granulosa plaga de viruela —la uey kokolistli—, otro inesperado regalo de los intrusos que diezmó a la población.
No hay que espantarse ante la desventaja numérica de cien aztecas dotados de chimales, arcos, flechas y macanas por cada español forjado de hierro. Hoy las aventuras imperiales son parecidas. Los guerrilleros —si aún los hay— tienen que enfrentarse a satélites, drones, aviones que vuelan a diez mil metros de altura y no se alcanzan a ver, y bombas de precisión y uranio rebajado. Haifa Zangana publicó, en 2017, City of Widows: An Iraqi Woman’s Account of War and Resistance, donde denuncia la helada cifra de 500 mil viudas en Bagdad contra los cinco mil soldados estadunidenses fallecidos. La misma relación proporcional: 100 a 1. No hay nada nuevo bajo el sol imperial. La lengua siempre fue compañera del imperio, sentenció Nebrija. Y es verdad. Las armas bélicas también.
La culpa no fue de los tlaxcaltecas. Se esgrime, y con razón, a la nobleza tlaxcalteca y a los aliados amerígenas de Cortés. Sin duda fueron miles. Marcelino Menéndez y Pelayo escribió: “La conquista la hicieron los propios indios, la independencia los españoles”.
Tal vez fue así. ¿Qué imperio no tiene enemigos esperando la menor oportunidad para vengarse y destrozarlo? Sin embargo, hay que recordar que Xikotenkatl Axayakatzin, el hijo del rey, nunca quiso aliarse a los falsos huéspedes —como los llama Martin Lienhard. Por eso lo ahorcaron y su estatua guía y vigila desde un parque de la ciudad contemporánea, donde se le sigue celebrando como héroe y pionero de la resistencia.
La realidad fue que la tan citada nobleza tlaxcalteca tuvo que aprender en carne propia, y muy pronto, la severa ley inquisitorial y los autos de fe de los recién llegados. En el folio 242v de la Descripción de Tlaxcala encontramos una escena terrible. Vemos a dos sacerdotes tonsurados y a un impávido soldado con su lanza al costado, quemando en leña a dos personajes, así como despachando a otros cinco, maniatados y colgados de un travesaño. Más atroz es soportar la imagen de una mujer noble, también ahorcada, pendiendo en el aire sin aire. Difícil encontrar un dibujo similar al de esta mujer en cualquier museo europeo. Es casi inimaginable. Por supuesto, todos ellos (y ella) ya habían sido bautizados y portan su crucifijo en el pecho.
“Uan nochi youali tlaauetski nojkiya pan inijuantij / Y toda la noche llovió también sobre ellos”.
Cuando se despertaron de la pesadilla del encontronazo, las colectividades humanas que ocupaban desde tiempos inmemoriales el continente ubicado al oeste de Europa tuvieron que admitir la evidencia: los intrusos todavía estaban allí.