El famoso festival de música electrónica Tomorrowland vivió uno de esos momentos que ponen a prueba todo: la organización, el espíritu del público, la tecnología, la música y hasta la metáfora misma de su nombre. Un incendio afectó seriamente la estructura principal del escenario, ese que todos los años es una especie de templo audiovisual con pantallas, fuegos, esculturas móviles y una escenografía que suele robarse la atención tanto como los DJs.

La pérdida fue enorme, se calcula que el montaje escénico perdió más del 90% de su capacidad visual, tecnológica y estructural, no hubo dragones mecánicos, ni portales dimensionales, ni altares electrónicos, el corazón estético de Tomorrowland, que siempre ha sido su imponente puesta en escena, quedó reducido a lo básico: luces, sonido, piso y un poco de humo. Al principio, parecía que el título del festival este año iba a ser literal: No tomorrow. (Sin un mañana)

Hay muchas cosas a considerar en este suceso, son demasiadas cosas, primero hablemos de la escena de la música electrónica, sobre todo en un espacio de estos, el más importante para el género.

Cuando se quemaron las pantallas, las estructuras se vinieron abajo y el escenario quedó en ruinas, quedó en evidencia algo que muchos piensan pero poco dicen… que en Tomorrowland, como en gran parte de la escena electrónica actual, la música es apenas el 10% del espectáculo. Lo demás es montaje, luces, humo, fuego y escenografía coreografiada al milímetro. Sin eso, lo que queda es un DJ en una tarima tocando pistas que, sin el envoltorio, suenan incluso genéricas.

Duro decirlo pero es cierto, la electrónica, tal como se consume en estos festivales, depende casi por completo del show. De pronto no se escuchaba peor, pero se sentía menos. La ausencia de pantallas, efectos y sincronía visual no solo afectó la experiencia estética, también dejó en el aire una pregunta incómoda: ¿qué tanto de lo que pagamos en un festival así es por la música en sí? ¿Y qué pasa cuando todo lo demás falla?

Pero lo que pasó después es algo que, incluso con todos los años de historia del festival, no estaba en el guion. La gente fue. Fue con el mismo entusiasmo. Fue sin pedir reembolsos. Fue incluso con más ganas que otros años, sin el artificio, la música quedó sola y ahí, curiosamente, volvió a brillar, lo que antes era una especie de parque temático musical con mil capas visuales, esta vez se convirtió en algo más cercano, más humano, más crudo.

La escena era como salida de una película del apocalipsis, no de esas donde todo se acaba, sino de las que empiezan justo cuando todo parece estar perdido y las personas se reúnen, entre cenizas, a recordar por qué están vivas. La música electrónica, sin su catedral, sin su templo gigante, se quedó en esencia y esa esencia bastó por que Los DJs tocaron con fuerza, con entrega, la gente bailó sobre el polvo, con zapatillas empapadas y sin preocuparse por las pantallas que no estaban, se gritó más fuerte, se sintió más cerca, no fue perfecto, pero fue más real y en un mundo tan lleno de filtros y fuegos artificiales, tal vez eso era justo lo que se necesitaba.

Lo que pudo haber sido el fin de una edición, se transformó en su mayor símbolo, porque cuando ya no había escenografía, ni estructuras, ni fuego artificial, lo que quedó fue la comunidad, la música, y esa sensación de que después del desastre, todavía puede haber algo que te salve. Aunque sea por una noche. Aunque sea solo con un bajo, un beat, y un montón de gente decidida a no rendirse.

Felipe Szarruk

Felipe Szarruk