Por Carlos A. Pérez Ricart (www.sinembargo.mx)
A la mitad del camino (Planeta, 2021), el nuevo libro del presidente de México no es bueno ni malo. Es regular en su fondo y en su forma. Es un conjunto de historias, en ocasiones pobremente conectadas, de lo hecho por este gobierno, de lo que se trató de hacer y de lo que no se hizo, pero igual se presume. Se subrayan éxitos, se matizan errores y se minimizan fracasos. No es un libro objetivo; tampoco tiene que serlo. Su valor —su verdadero valor— lo definirán los historiadores que, con mayor perspectiva que nosotros —pobres contemporáneos— revisen el significado real de lo que han sido estos tres primeros años de gobierno que, según mi interpretación, todavía entendemos mal y poco.
En el libro uno reconoce los lugares comunes a los que acude el presidente en sus discursos. Algunas narraciones son previsibles. A veces no es necesario voltear la página para adivinar el adjetivo que sigue o el sustantivo que falta. Hay párrafos que es mejor saltarse porque parecen actualizaciones o simples refritos de Hacia una economía moral (Planeta, 2019) o 2018 La Salida, decadencia y renacimiento de México (Planeta, 2017), por nombrar solo dos de los últimos libros del actual presidente López Obrador.
Dicho eso, A la mitad del camino ofrece algunas sorpresas cuya lectura vale la pena. Está, por ejemplo, el testimonio desde Palacio Nacional sobre lo acontecido durante el affaire Cienfuegos (se reproduce la carta enviada por el ahora general retirado, escrita con su propia mano y letra, al presidente de México); está, también, la narración sobre el papel del “tema petrolero” en la negociación del T-MEC, así como el relato sobre la tensión generada por la amenaza del presidente Trump, en mayo de 2019, de aplicar aranceles a las exportaciones mexicanas. Quienes lean A la mitad del camino encontrarán algunos detalles, hasta ahora desconocidos, que quizás ayuden a comprender las virtudes y errores del gobierno de la Cuarta Transformación.
Hay, sin embargo, en el libro, una cumbre: la narración de la operación fraguada por la Cancillería mexicana para rescatar al presidente Evo Morales de Bolivia.
Un poco de contexto: el 20 de octubre de 2019 se celebraron elecciones presidenciales en Bolivia. Evo Morales resultó ganador por más de diez puntos porcentuales garantizando así su cuarto mandato consecutivo. Sin pruebas en la mano, la oposición boliviana desconoció el triunfo de Morales y sostuvo que las (pocas) irregularidades acontecidas durante el proceso electoral constituían un fraude sistémico. Ello dio pie a que algunos grupos opositores realizaran motines —en algunos casos apoyados o directamente organizados por fuerzas policiales— para exigir la renuncia inmediata de Morales. De forma irresponsable, la Organización de los Estados Americanos (OEA), a través de su inefable secretario general, Luis Almagro, avaló las denuncias de fraude y reclamó la repetición de las elecciones. La situación terminó por desbordarse cuando el entonces comandante general de las Fuerzas Armas de Bolivia “sugirió” al presidente Morales renunciar a la presidencia y salir del país de forma inmediata. En cuestión de horas comenzaron a difundirse rumores de que sus opositores buscaban, antes de que fuese demasiado tarde, asesinar al ya expresidente antes de que pudiese escapar. En juego ya no solo estaba la presidencia de Evo Morales, sino su vida.
Ahí inicia el papel de México. López Obrador se enteró de la renuncia de Evo Morales durante una gira por Bacalar, Quintana Roo. Era la tarde del domingo 10 de noviembre de 2019. Antes de volar a la Ciudad de México, pidió a Marcelo Ebrard realizar las gestiones necesarias, en tándem con la Secretaría de la Defensa Nacional, para traer con vida al depuesto presidente de Bolivia. Así inició una compleja negociación internacional en la que, bajo el liderazgo de México, colaboraron los gobiernos de Argentina, Paraguay y Perú para salvar a Evo Morales de una muerte inminente.
La relatoría sobre la misión en Bolivia, por parte de la Secretaría de la Defensa, es reproducida tal cual en A la mitad del camino y da cuenta del riesgo que corrieron los militares mexicanos, así como el presidente Morales durante la operación. Aquí un breve resumen.
A las seis y media de la tarde del 10 de noviembre, apenas minutos después de que López Obrador hablara con el Canciller, la Fuerza Aérea mexicana tenía ya lista una aeronave para volar a Bolivia. A la tripulación se le informó en una frase el carácter de su misión: “traer a salvo a México al señor Evo Morales”. Unas horas después, el avión volaba.
Fueron muchos los escollos que tuvieron que atravesar los tres militares y un civil que constituían la tripulación del avión antes de llegar a Bolivia: complejos trámites para utilizar el espacio aéreo de otros países, falta de gasolina y negativas del Ejército boliviano para dejar entrar la nave a su país. El mayor problema, sin embargo, llegó en el aeropuerto de Cochabamba, Bolivia, donde esperaban a la aeronave mexicana, Evo Morales, el vicepresidente Álvaro García Linera y la ministra de Salud Gabriel Montaño.
El ambiente en el aeropuerto de Cochabamba era complejo. Ahí esperaban a los mexicanos personal armado y vehículos artillados que se colocaron a ambos lados de la pista de despegue. A pesar de que Evo Morales y sus acompañantes pudieron ingresar al avión tras varias gestiones, los militares bolivianos hicieron todo lo posible para que no despegara. El momento más crítico vino cuando, en las escalerillas del avión, tres militares del ejército boliviano amenazaron y golpearon en el abdomen al piloto para exigir que bajaran al presidente de forma inmediata. Al mismo tiempo, otro soldado más apuntaba al avión con un arma larga.
Como si de una película de ficción se tratara, el piloto mexicano —según la narración de la Secretaría de la Defensa Nacional— se colocó “al pie de la escalera de acceso y le expresó que, conforme a derecho internacional, toda aeronave, incluyendo la cabina de pasajeros, al ostentar una identidad reconocible mediante los distintivos consistentes en la leyenda Fuerza Aérea Mexicana a ambos lados del fuselaje junto con los triángulos concéntricos con los colores de la bandera mexicana en las alas, debería ser considerada como territorio mexicano, razón por la cual, lamentablemente, no le sería posible consentir que pasaran a su interior…”. Así, la débil, pero digna resistencia de una persona desarmada fue suficiente para impedir que a Evo Morales y a sus acompañantes se les retirara del avión. Horas después, tras varias conversaciones más, un general boliviano accedió a otorgar treinta minutos a la delegación mexicana para abandonar el espacio aéreo boliviano “indicándole con énfasis que él no respondería por la seguridad de los ocupantes ni por la integridad de la aeronave”.
A las nueve de la noche con un minuto del 11 de noviembre el avión mexicano despegó del aeropuerto de Cochabamba rumbo a Asunción, Paraguay. Según su relato, el piloto logró observar una estela luminosa similar a la característica de un cohete “cuando casi alcanzaban 1500 pies sobre el terreno”. Según su hipótesis, podría haberse tratado de un proyectil lanzado por la fuerza aérea boliviana.
El avión de la Fuerza Aérea Mexicana aterrizó de vuelta en el Aeropuerto de la Ciudad de México unas treinta horas después de comenzada la misión. Sus tripulantes no habían dormido. La misión, sin embargo, se había cumplido: el presidente Evo Morales estaba a salvo. Lo abrazaba una bandera mexicana de la que no despegó hasta horas después de llegar a México.
Una cosa más llama la atención de este capítulo de A la mitad del camino. En su relato, López Obrador no es indulgente con Evo Morales y señala, con todas sus letras, que el ex presidente de Bolivia no debió “insistir tantas veces en la reelección”. Lanza, además, una sentencia categórica: “un dirigente no debe, en ninguna circunstancia, profesar demasiado apego al poder”. Además, un par de comentarios dejan entrever que antes del golpe de Estado de 2019 no había entre Morales y López Obrador una relación cercana; menciona, por ejemplo, que cuando Evo Morales visitaba México “ni siquiera dedicaba una llamada telefónica …”. Ello no borra, dice López Obrador, ni lo mucho que hizo el dirigente del Movimiento al Socialismo (MAS) por su pueblo ni justifica el golpe de Estado “llevado a cabo no por demócratas, sino por ambiciosos y corruptos, defensores de intereses de grupo o de corporaciones del extranjero”.
El rescate de Evo Morales y su posterior asilo por razones humanitarias podrá parecer una anécdota. Sin embargo, el relato cobra relevancia —o al menos otra dimensión— a la luz de la decisión del gobierno mexicano por acoger, tan solo durante la última semana, a más de 390 refugiados afganos —incluyendo 75 menores de edad. En ambos casos el presidente y el Canciller de México mostraron liderazgo, intuición e inteligencia; en ambos casos se hizo honor a la tradición en materia de protección a asilados políticos de la que el Estado mexicano ha presumido con justicia.
Ambos casos contrastan —también hay que decirlo— con la falta de humanidad con la que nuestras instituciones tratan a los migrantes centroamericanos que intentan cruzar nuestra frontera sur para llegar a los Estados Unidos. Para ellos —refugiados más pobres, menos mediáticos— no hubo apenas espacio en A la mitad del Camino; ojalá si lo encuentren en el siguiente libro del hoy presidente. Sería un éxito diplomático. Y editorial.
*Carlos A. Pérez Ricart es Profesor Investigador del CIDE. Tiene un doctorado en Ciencias Políticas por la Universidad Libre de Berlín. Entre 2017 y 2020 fue docente e investigador posdoctoral en la Universidad de Oxford, Reino Unido.