Durante lo que va de 2021, Estados Unidos ha incrementado las deportaciones de mexicanos, de 13 mil 355 en enero hasta 21 mil 485 en mayo, con un pico de 22 mil 201 personas expulsadas en abril, un número superior a los niveles registrados antes de la pandemia. Estas cifras se corresponden con las estadísticas elaboradas por la Unidad de Política Migratoria de la Secretaría de Gobernación, según las cuales de enero a mayo fueron deportados 84 mil 826 mexicanos que vivían en Estados Unidos.
En parte, el aumento en las expulsiones se explica por un salto en la cantidad de connacionales que se internan en territorio estadunidense sin contar con la documentación necesaria: si en febrero fueron 41 mil 341 los ingresos irregulares detectados por la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza y la Patrulla Fronteriza, para mayo se registraron 70 mil 630 cruces de este tipo.
A su vez, los motivos de este salto en los flujos migratorios pueden atribuirse a los estragos económicos causados por la pandemia, a los efectos de la prolongada sequía en las zonas rurales mexicanas y, en una medida no despreciable, a la esperanza creada entre quienes aspiran a cumplir el sueño americano por el fracaso de Donald Trump en su intento de relegirse y la llegada a la Casa Blanca de un equipo gobernante discursivamente sensible a los derechos de los migrantes.
El sostenido aumento en las deportaciones deja al descubierto la paradoja de que los migrantes reanudan la travesía hacia el norte animados por el fin de la retórica xenófoba del trumpismo, pero se encuentran con que en los hechos poco o nada ha cambiado en cuanto al despliegue logístico-policíaco para detectar su presencia incluso antes de que crucen la frontera, capturarlos y devolverlos a territorio mexicano sin procesar sus demandas de asilo.
Esta maquinaria expulsora se mantiene operando a su máxima capacidad pese a que en febrero pasado el presidente Joe Biden envió al Congreso un ambicioso plan de reforma migratoria, reanudó el trámite de solicitudes de asilo de las personas registradas en el programa eufemísticamente denominado Protocolos de Protección Migratoria (MPP, por sus siglas en inglés), más conocido como “Quédate en México”, y el primer día de este mes canceló definitivamente esta política, que obligaba a todos los refugiados a permanecer al sur del río Bravo en espera de que sus solicitudes fueran procesadas.
En suma, la administración demócrata ha traído cambios positivos en el tratamiento oficial a los migrantes, en la valoración de sus inestimables aportes a la economía, la cultura y muchos otros ámbitos de la sociedad estadunidense, así como el fin de políticas tan abiertamente racistas como la existencia de un organismo específico para atender a las víctimas de “crímenes causados por la migración”. Sin embargo, estas transformaciones discursivas e institucionales no han aliviado la situación de los cientos de miles de personas –mexicanos, pero también guatemaltecos, salvadoreños, hondureños, haitianos y de muchas otras nacionalidades– que anhelan reunirse con sus seres queridos que ya se encuentran en territorio estadunidense o que requieren asilo por la violencia, la pobreza o la falta de oportunidades que padecen en sus regiones de origen.